La tierra prometida (1)

Especial periodístico sobre las víctimas de desalojos de Nueva Jerusalén, Bello. Primera entrega.

Por: 
Katalina Vásquez Guzmán

I

Víctimas por tercera vez

Es enero de 2017 y, mientras en Colombia nos preocupan los avances del proceso de paz con Farc, en una ladera de Medellín 5 mil personas empiezan a ser expulsadas -por la fuerza- de su tierra prometida: lotes y ranchos que les vendieron grupos ilegales los últimos diez años ante el silencio de las autoridades, las mismas que hoy los re-victimizan y despojan de lo poco que han logrado conseguir tras años de huir de la guerra.

Don Manuel, costeño y fortachón, recoge lo poco que puede rescatar del que fue su refugio durante cinco años. Con la misma paciencia que anduvo la vía del Mar de Urabá al interior cuando fue desplazado por primera vez, el señor retira los clavos de cada trozo de madera que le arrancó a su casa. Quedan escombros en el que fue su paraíso hasta la segunda semana de enero, cuando iniciaron los desalojos ordenados por un Juez que, tras acciones populares y demandas para proteger los derechos de las víctimas que asentaron este morro, decidió, primero, demoler las casas en alto riesgo. Entonces, el 12 de enero decenas de policías antidisturbios gasearon el sector divido en 11 zonas. Entraron, como en la Operación Orión de la Comuna 13, cuando todos dormían y aún no salía el sol. 

Luego, el 17 de enero repitieron la acción esta vez llevándose por delante un grupo de niñas y niños que los defensores de Derechos Humanos reunieron en una cancha para intentar proteger. No valieron las banderas blancas. Los pedidos de auxilio. Una vez más, los ancianos fueron sacados ahogados y en camillas por los mismos defensores y agentes de Defensa Civil quienes no entendía como podía repetirse el horror a tan pocos días. Don Manuel había salido ya para su nueva casa -un pequeño apartamento en Bello- que alquiló con el subsidio que le otorgó la alcaldía municipal. Le pagaron por tres meses. Y él, para conseguir algo decente, usó el dinero de los tres para pagar los dos primeros. Son 250 mil pesos (unos 90 dólares) para el canon mensual para familias de hasta cuatro integrantes. Al principio, el señor no sabía qué hacer. Si resistirse como muchos o aceptar salir para continuar errando con resignación como lo hace los últimos 20 años.

Después de Urabá, Manuel vivió en la Costa y en los límites de Antioquia y Córdoba se volvió minero. Nadie niega su tezón trabajador que le alcanzó para levantar un muro de contención de 10 millones de pesos que hoy tiene que abandonar sin esperar recompensa a cambio. El terreno que compró (y lo sabía) es ilegal. Pero era su única opción de techo en una la ciudad más desigual de América Latina: Medellín, cuya administración municipal no se ha pronunciado hasta ahora por los desalojos aún cuando desde hace diez años diversas autoridades le instan a hacerse cargo de la protección y los derechos de estas personas: víctimas de la violencia y el conflicto armado en el campo y la ciudad, sobrevivientes del hambre y el fuego cruzado en las comunas populares y paramilitarizadas del Valle del Aburrá, y los invisibles de siempre para el Estado que los numera y toma en cuenta cuando se llega la hora de derribar sus casas y enviarles Policía.

Oficialmente, la Nueva Jerusalén -como le llamaron los invasores a la tierra prometida- está ubicada en el municipio de Bello. Por eso es esa administración la que se hizo responsable de los desalojos este año. Sin embargo, no han confirmado a los re-desplazados si el subsidio de vivienda se prorrogará después de los primeros tres meses o si, al fin, adelantarán acciones para darles su vivienda propia. A los gobernantes tanto de Medellín como de Bello don Manuel les dice:

 

Que se pongan la mano en el pecho. Acá somos gente pobre, luchadores, que estamos luchando por tener nuestras viviendas. No tenemos otra opción si no es conseguir nuestras casitas así. Ya que no nos dejaron, que pongan de su parte y miren que nos pueden solucionar.

(...) Mi labor ha sido trabajar madera en aserríos. Soy desplazado. Tengo hijos. Luché toda la vida por ellos para sacarlos adelante. Con el esfuerzo que pude hacer ya salieron de bachillerato con el esfuerzo que pude hacer. Lo único que me ayudó fue esta casita por cinco años donde no tuve que pagar arriendo.

 

Orando por su bienestar, don Manuel se marcha de su ya destruida casa. En piso quedan prendas de ropa vieja y clavos por doquier. La madera se está llevando de a poco a otro rancho, el de su suegra, donde no se sabe cuándo las autoridades llegarán a pedir cuentas. Como la suya, otras 20 casas fueron demolidas entre el 12 y el 21 de enero. Ese día don Manuel nos concedió esta entrevista que empezó con llanto en los ojos ante la pregunta por qué sentía.

 

Tristeza, tristeza 

 

Cuando inició la diligencia el jueves 12 de enero, 175 familias habían sido notificadas como Manuel para entregar el lote y los muros de sus sueños a las maquinas demoledoras.

El sábado 21 de enero, cuando visitamos la zona, no se sabía cuántas eran en total. Los vecinos continuaron recibiendo más y más notificaciones con el temor de que, pasando cada semana, todo el barrio resulte desalojado pronto. Por el miedo ante la militarización en la zona y los atropellos que vivieron ancianos, mujeres, hombres y niños con la entrada del Esmad, muchos se fueron y ni se han enterado de la orden de desalojo. Otros, sencillamente, desean desocupar tan pronto como pueden pues no están dispuestos a vivir en la zozobra las requisas, los interrogatorios, los gases, y las amenazas de usar la fuerza cuando cualquier descontento levanta la voz. Todos conocen bien la palabra huir.  Han sido expulsados de sus campos fértiles repletos de yuca, plátano y maíz. O han divagado en busca de un ser amado desaparecido. O están corriéndoles a los combos de una comuna vecina. Cuando menos peor les ha ido, esta es la tercera vez que tiene tomar sus humildes pertenencias y partir con incertidumbre. 

 

Estas víctimas esperan que, al menos, no tenga que enterrar un hijo o un papá como lo han tenido que hacer ya en caseríos apartados o cementerios urbanos las últimas veces que les dijeron: Fuera. Paramilitares, guerrilleros y Fuerza Pública los arrinconaron en esta loma donde limitan Bello y Medellín por la fuerza de sus fusiles. Quienes los recibieron aquí, también armados, son jóvenes  de guerras recicladas que responden a estructuras mafiosas y paras de antaño en el Valle de Aburrá y siguen en el barrio. Hoy guardan silencio. Ni asomo de disposición de devolver los dineros que cobraron por cada lote de tierra ni palabras para la comunidad o mucho menos los medios.

 

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Segunda entrega La Tierra prometida

Nueva Jerusalén: la triste historia que las autoridades siempre conocieron

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