El comunicador Juan Miguel Villegas, quien se ha hecho cronista y creativo en la convulsionada Medellín, se pone en los zapatos de los líderes asesinados en Colombia sumándose al #Especial #YSiMeMatan? por la vida de los líderes sociales en Colombia.
¿Alcanzaré a sentir la picadura del metal ardiente atravesando carne y huesos? ¿Alcanzaré a pensar en todo lo que dejo, en todo lo que no se pudo, en todo lo que ya nunca veré? Mientras me desplomo pensaré, eso seguro, en mi hija y en el absurdo de que tal vez lo único bueno de ya no estar aquí sea no estar ahí para ver eso, el momento en que alguien logre armarse de valor para decirle:
Tu papá se fue, se lo llevaron, alguien decidió por él la hora de su muerte.
Si me matan quedará una mancha negra, un tizón, un borrón de costra en el calendario de gente a la que amo. Una corriente eléctrica y atronadora los recorrerá ese día, y cada mismo día de cada nuevo año, cada vez más tenue, más leve, más lejana. Pero bajo esa cicatriz, al presionar con fuerza, siempre habrá el mismo dolor, las mismas preguntas, los mismos por qué, la misma hinchazón de lágrimas debajo de los párpados. Esa mirada perdida, o clavada al suelo, aunque sea por un momento, y aunque ya un día “ve, se nos pasó la fecha, once años, quién creyera”.
Si me matan tal vez habrá quien diga que alguna deuda tendría yo, que a nadie matan porque sí. Y habrá quienes respondan –sólo por decir o porque, vea usted, hasta lo crean de verdad– que sí, que a lo mejor, que demás. No se lo dirán a quienes me querían, a quienes tal vez me anden llorando. Se lo guardarán para charlas de acera o corredor, mientras como entre brumas me imaginarán haciendo alguna cosa ignominiosa, de ocultar. Algo vil, ruin o imprudente, algo que no debí haber hecho o dicho, quién me mandó, al fin y al cabo.
Habrá quienes le escriban a mi hija, a mi papá, a mis hermanos, a ella, palabras amables, solemnes, cálidas, protocolarias también y otras que a lo mejor buscarán detalles:
¿Él en qué andaba pues?, ¿No les había dicho nada?, ¿Se lo habían advertido? Sentido pésame.
Y mi hija, que en medio de su aturdimiento seguro tendrá espacio para sus preguntas, se dirá, “¿Sentido pésame? Qué raro… Pésa-me… Sentido pé-sa-me”. Y alguien le dará un abrazo, le servirá algo caliente y le acariciará el pelo hasta que caiga dormida, a esas horas de la tarde, ella que nunca hacía siesta.
Si me matan, además, habrá quienes dirán no puede ser, maldecirán, pero si nada malo hacía, si sólo se dedicaba a mirar (¿dirán que a soñar, a planear, a imaginar?) y a ratos también a compartir lo que sabía, lo que lograba averiguar. Y bueno, sí, él opinaba, pero no era mayor cosa. Desahogos que a ratos publicaba en las páginas sociales de bolsillo que todo el mundo tiene a mano ahora.
¿Pero habrá también, de pronto, quien diga que sí, que él hace muchos años había decidido que lo suyo no era el periodismo profundo, incondicional, comprometido con la democracia, con una constitución? Que supo del poder de la investigación, de seguir el increíble hilo de preguntas que conduce hasta los más grandes “qué, quién, cómo, cuándo, dónde”, y sobre todo “por qué” y hasta los más incómodo de todos: los “cuánto”, y que con eso se podía cambiar la historia de un país. Pero que cuando entendió que ese poder tremendo y por lo general desperdiciado –pero real– también con igual fuerza le podía robar la paz, arrebatar el sueño, poner en la mira de odio de quienes negocian, acuerdan, susurran en la sombra, se la jugó por otra cosa, digna, pero menos admirable. O menos valiente, menos necesaria.
Pero si me matan ya no habrá cómo ver a dónde me habría llevado la obsesión por descifrar el acertijo de cómo esas dos hermanas salvajes y metódicas llamadas periodismo y comunicación social pueden arrebatarle un poco de miseria al mundo, hacer de la vida algo un poco más digno de ser vivido, aliviar el dolor, el tedio, el miedo de otros.
Alguien tendrá la incómoda tarea de reunir mis cosas, de abrir mi clóset, de reunir papeles, archivos, cajas, de mirar qué tanto hacía en el computador. Seguro apartará ciertos objetos, libros, carpetas. Preguntará a algunos buenos amigos si quieren conservar esto o aquello. Y en medio de todo se topará con hojas sueltas, notas, borradores, listas de cosas por hacer, ideas, proyectos trazados a mano. Cosas que tal vez jamás hubiera hecho. Otras que sí. Vaya uno a saber.
Pero entonces ya no habrá cómo saberlo. ¿Qué habría sido de la idea de hacer “comunicación creativa para la conciencia colectiva”, o de la reinvención de “El diario de lo que no es noticia”, o de los experimentos narrativos sobre temas tan personales que sólo se los mencionó a una o dos personas o incluso a nadie? ¿Del insólito medio informativo con el que se andaba desvelando, de los talleres para ayudar a otros a vencer el mismo miedo que andaba decidido a vencer él mismo: el de hacer más con las palabras, con más frecuencia y por más vías…?
¿Alcanzaré a ver el chorro escarlata que me brota de un costado? ¿A sentir el golpe de la cabeza contra el suelo? ¿A sumirme, aún consciente, en un sopor irrefrenable, a ver lo que dicen que se ve, fluorescencia, luz que ciega, un punto brillante allá en el fondo? ¿Sentiré una lágrima rodar por mi cara, me abrazará el pánico? ¿O sonreiré con lo simple y terrenal que era todo ese acto aparatoso de morir?
Poco menos de setenta kilos de materia y energía envueltos en piel pálida. Cuarenta años de evitar la muerte, de “cuidado con eso”, de mirar a ambos lados antes de cruzar la calle, de no meterse por allá de noche, de evitar ácidos, polvos, hongos… motos. De no usar camisa de este color cuando andan de fiesta los de aquel. De no responder altanero al armado, al desconocido, a nadie. De evitar peleas, de serenar el alma. De antisolar, médicos, de enderezar la espalda. Cuarenta años de intentar seguir aquí. Cuarenta años y setenta kilos ahí tirados, como si nada. Como un muñeco casi idéntico al que hace un rato intentaba mantener la frente en alto mientras por allá en el fondo de la mente pensaba que tal vez en un tiempo, diez, quince, treinta años, podría sonreír, satisfecho, feliz de haber podido tachar esto, y eso otro, pero sobre todo aquello otro, de la lista de cosas por hacer –solo o con los que se unieran– antes de cerrar los ojos para siempre.
Pero no.
Porque si me matan, bum. Kilos, años, sueños, energía... bum. Ideas, amigos, familia, viajes, bum. Todo lo que era y lo que sería. Bum.
Y ya.
Este contenido hace parte de la Campaña ¿Y si me matan?
http://generacionpaz.co/content/y-si-me-matan-campa-por-los-l-deres-sociales
Otras cartas en:
http://generacionpaz.co/content/y-si-me-matan-5
http://generacionpaz.co/content/y-si-me-matan-3
http://generacionpaz.co/content/y-si-me-matan-1
Foto: Archivo personal
Mapa de la paz asesinada: https://www.flickr.com/photos/generacionpaz/33412217390/in/dateposted-public/