Hoy en los llanos orientales, tierra de abundancia y dolor por años de confrontación armada, afloran las historias de paz. David González nos comparte diversos relatos sobre cómo se está viviendo el fin la guerra en su voz de cronista honesto. Aquí la primera sobre el reencuentro de familias durante las vigilias por la paz.
En La Uribe, Meta, la guerra había acabado hace unos meses y la paz era una fiesta.
En ese pueblo que alguna vez se conoció como “el corazón del conflicto” el 93% de los habitantes votó a favor de los acuerdos de paz. Fue la segunda votación más alta del país después de Bojayá.
Cuentan los pobladores de La Uribe que el día que se conocieron los resultados, el lugar parecía un pueblo fantasma. Nadie salió a las calles, nadie habló. Era como si la zozobra muda de la derrota hubiera empañado el aire tibio que venía de las montañas selváticas, tantas veces bombardeadas, y se esparciera como una niebla fría a través de las grietas de las ventanas de las casas.
Algún joven bailarín de música llanera, en un intento desesperado por salvaguardar los días de tranquilidad, habló con otros amigos, formó un grupo y el 31 de octubre invitaron a los guerrilleros del Frente 40 de las Farc a una vigilia por la paz en la vereda El Tigre. La carta tuvo respuesta afirmativa.
Pero eso quizás no fue lo más interesante.
En el viaje a El Tigre, a cuatro horas en jeep desde La Uribe por una vía destruida por el abandono del Estado, iba un viejo caficultor, chaparro y de piel acuerada por el sol del campo. No hablaba mucho y miraba nerviosamente cada vez que un viajero le preguntaba algo personal. Decía no conocer a nadie en la zona, pero en cada caserío saludaba efusivamente a los desconocidos. No era su primer viaje. En algún punto del trayecto, que desde Mesetas sumaba ya diez horas, se atrevió a carcajearse un par de veces ante los embates del jeep al sortear el lodo y los abismos.
En la noche de la vigilia se le vio poco. En algún momento estaba sentado junto a una bella guerrillera de las FARC vestida con una blusa y un listón lila que contrastaba con su piel blanquísima, como la de pocas en esas filas.
Lo acompañaba también un joven guerrillero muy parecido, de rasgos aindiados, espalda ancha y un insípido bigote que le cubría parcialmente la cara. El trío observaba apacible los bailes, casi distante, a un lado de los faros prendidos en medio de la oscuridad y del ruido de la selva pobre del lugar.
La noche se convirtió en una larga fiesta por la paz. Miles de latas de cerveza se moldearon con el lodo de la montaña. A media noche ya se había consumido todo el licor y se habían fumado todos los cigarrillos. Sin embargo, la fiesta continuó hasta las seis de la mañana. Campesinos y guerrilleros bailaron como si fuera el último día de guerra.
La madrugada rosa llegó de golpe, todavía en medio de la fiesta. Y uno a uno de los asistentes se fue encaramando en los jeeps que deberían empezar la odisea de regreso a La Uribe.
Unos kilómetros más abajo de la loma de la fiesta, los guerrilleros del frente 40 empezaron a caminar en fila india hacia adentro de la serranía. Ya sin la camiseta blanca y fuertemente armados bajaron por la trocha. A pesar de que seguían sonriendo, no lucían iguales. Las armas les daban un aire distinto, un aire de guerra que se había olvidado en la fiesta de la noche anterior.
El viejo apareció de nuevo con la pareja de guerrilleros que lo acompañaba y se sentó a esperar la línea que lo devolvería a Mesetas. Se veía desencajado, lloraba. La mujer nos pidió una foto con su pareja y luego nos explicó que el viejo era su suegro. El joven hablaba poco, tenía la cara adusta y una expresión seca en los ojos, la mirada dura que construyen los combatientes de muchas batallas.
La línea pasó puntual a las ocho de la mañana. La joven pareja ayudó a subir al viejo a la parte trasera del jeep. El hijo lo abrazó y trató de calmarlo: “Papá, no me mataron cuando estaba dura la guerra, no lo harán ahora”.
Otro campesino diabético que intentaba consolarlo, le pasó una botella de agua y le dijo a la joven pareja fariana que no se confiara, que a su ahijado Ferney, también guerrillero, lo habían matado en plena tregua. Otro guerrillero, casi adolescente, llegó con una mujer que regresaba al Huila y le pidió al conductor que le hiciera un campo a su mamá que había venido desde tan lejos a visitarlo. Más allá, otros tantos se despedían con afecto de sus familiares, antes de que el monte se los volviera a tragar.
El viejo se tapaba la cara para que no lo vieran llorar. La guerrillera abrazó a su compañero y le dijo que no se preocupara, que ellos se iban a cuidar el uno al otro:
Suegro, tranquilo que ya estamos en tiempos de paz.
De regreso a La Uribe iba adormecido y callado, ahogado en calor. La madre del guerrillero, el uno y el otro, y el viejo de vez en cuando, miraban hacia lo profundo de la montaña que quedaba atrás. Allá donde la guerra no se puede esconder.
El jeep daba tumbos en la vía y el conductor paraba de vez en cuando a calmar el radiador con agua fría. El ambiente era de resaca decembrina, como si un año nuevo, uno distinto a todos los anteriores de las últimas seis décadas, estuviera por empezar.
Fotos: Jenny Moncada y Sebastián Fagua