Nada se parece más a la noche que aquel día azul ceniza (…) Hay silencio pero menos silencio que orejas tapadas (¿tímpano de repente convexo? ¿por cambio de presión?) Tambor velado, trompetas con sordina, y todo naturalmente como en las marchas fúnebres. Algo resplandeciente velado, espléndido velado, brillante velado, radiante velado. Lo curioso es que lo resplandeciente en cuestión esté velado por el exceso mismo de su resplandor. Francis Ponge.
Cuando Colombia tuvo la posibilidad de asumir por fin la responsabilidad de lo que somos, cuando estábamos a un paso de zafarnos de la guerrilla más antigua y desorientada del mundo –en la que depositamos imaginariamente la causa y el foco de nuestros males, como también lo hemos creído respecto a la conquista española, al imperialismo norteamericano, al narcotráfico, etc…–, justo en ese momento, cuando todo parecía a punto después de años costosos de corre ve y dile que contribuyeron al menos al silenciamiento de los fusiles, justo ahí el Estado comete el gran error de someter a consulta de las llamadas mayorías o de la entelequia de la calle los Acuerdos de La Habana. Y sucedió lo que no debe extrañarnos, no hay que rasgarse las vestiduras por lo que somos: el 50,21% de los votantes dijo que No le gustaban los Acuerdos y para ello se acogió a una mezcla de motivaciones de carácter religioso, jurídico, de oportunismo político y una liebre de último momento: unas cartillas que intentan una pedagogía que nos civilice un poco y nos enseñe el básico respeto por la diferencia sexual, pero que son vistas por los políticos y las iglesias del NO como el peligro mayor para la ya vulnerable infancia y para la cuasi inexistente familia nuclear. Y el otro 49,78% de los votantes dijo que Sí: rebosante de entusiasmo y de buenas intenciones, con la convicción de que Colombia podría ser diferente para los que estamos y para los que vienen luego, más aún, con la certeza de que el 2 de octubre seríamos un ejemplo para el desastroso contexto mundial actual. Pero no se recalca que el 62,59% del potencial electoral no acudió a las urnas, o sea que ante la consulta ganó la abstención, lo cual es un llamativo síntoma que sin embargo no le interesa mucho al Estado. ¿De qué habla ese síntoma? Quizá del agotamiento y del fracaso de la llamada democracia representativa, no solo en Colombia, pues basta echar un vistazo y resulta que democráticamente también han sido elegidos personajes tan fatídicos como Vladimir Putin, Bachar el Asad, Tayyip Erdogan, George Bush, Nicolás Maduro, Silvio Berlusconi Álvaro Uribe y, como van las cosas, Donald Trump…
El 2 de octubre terminó en escepticismo (Abstencionismo), buenas intenciones (Sí) y moral de la venganza (No). ¡Pero eso sí, todos queremos la paz! Ahí estamos pintados. Cuando despertamos el país seguía igual: los problemas sin resolver en la Guajira y en el Chocó; las bandas delincuenciales expoliando todo a su alcance; la corruptela voraz del más alto nivel; y, sobre todo, los mismos políticos con sus contradicciones melifluas y su necesidad de figurar en la foto y de tener garantizado el micrófono, las cámaras y las redes sociales: en ello les va la vida, aunque la mayoría cree que los eligieron para que los representara. Muchos coincidimos en la desazón ante el fracaso –una vez más– de la mínima serenidad que se necesitaba, a ver si cambiábamos de tema, a ver si poníamos el foco en otros problemas tan graves como el agónico sistema de salud y como la fragilidad del engranaje educativo, fuentes de males adicionales y endémicos, entre otros.
No asumir que el pasado es una cuestión personal, a partir de la cual es preciso reinventar la vida, equivale a una dificultad para estar a la altura del presente y para estar advertidos del futuro, equivale a hipotecar algo del porvenir, hasta el extremo de imponer –o dejar como herencia en el discurso– a las nuevas generaciones el lastre de las culpas, los pesares y los odios de los padres, los abuelos y los muertos. No asumir esa cuestión personal trae de vuelta una y otra vez la queja por la queja, ese rasgo tan nuestro que tiene todos los acentos y tonalidades. Nada más paralizante e infértil que la queja cuando no remite para ningún lado, cuando no se convierte en pregunta por uno mismo. La queja seca y sorda alimenta los fanatismos ideológicos y religiosos, la moral de la venganza, la ignorancia edulcorada y el oportunismo político; en suma, justifica la necesidad de líderes, pastores y guías de almas para quienes se refugian en la incapacidad de responder por sí mismos, de ocuparse de la propia vida, ¿y no es acaso esta la labor primera, las más urgente, la más difícil?“Nada se parece más a la noche que aquel día azul ceniza (…) Hay silencio pero menos silencio que orejas tapadas”. Hay voces de desconcierto y desazón, pero menos voces que quejas y lamentos, ¿para que todo siga igual?