El Plan de desarrollo de Medellín debe poner en el centro la pregunta por la cultura y el reconocimiento del valor inmenso del arte, opina la comisionada de la verdad, Lucía González. Compartimos su columna
Cuando todo se ha perdido, queda la cultura. Por eso, cuando una sociedad se extravía o vive en la incertidumbre, sus esfuerzos y preguntas más urgentes no están realmente dirigidos a sectores como el de la economía o la política: están dirigidos, en esencia, a nuestra cultura –o culturas, para ser más precisa–; es decir, a todo aquello que nos define, a lo que se ha naturalizado, a nuestra manera de relacionarnos. Esa cultura, entonces, a veces puede no ser aquello que nos orgullece y nos une, sino justamente el corazón de una crisis colectiva.
Medellín lo aprendió hace varios años. Cuando las prácticas culturales todavía tenían un lugar marginal en las políticas públicas de muchas ciudades del país, el Plan de Desarrollo Cultural de 1990 hizo una definción comprensiva de su papel en el desarrollo de una ciudad que atravesaba la peor crisis en su historia. Su lema fue “la afirmación de la vida y la creatividad” y su finalidad, construir nuevas posibilidades para Medellín a través del potenciamiento de la expresión artística y la capacidad humana de crear.
Esta forma de pensar lo cultural buscó curar a una ciudad cuyos índices de violencia eran los más altos del mundo. La primera tarea fue reconocer su complejidad y diversidad culturales, que se escondían tras la tragedia de un crecimiento urbano caótico, desigual y excluyente. Entonces, mediante la movilización de los sentidos y los valores, el fin último fue hacer del arte y la cultura el lugar de la emergencia pacífica de miles de voces que narraban su tragedia, pero también hablaban de sus valores, sus derechos y su esperanza. Esos procesos culturales se vieron además fortalecidos por la participación ciudadana, la interacción con esos “otros” invisibilizados y la aceptación de las diferencias.
Medellín entendió así que cuando una sociedad no puede valorar la propia vida y la del otro, la pregunta esencial debe estar dirigida a la cultura y a los malestares en ella: ¿qué se ha arraigado y normalizado entre nosotros? ¿Y qué deberíamos repensar y reconstruir para reconocer de nuevo la dignidad personal y ajena, a pesar de las diferencias y de las precarias condiciones sociales de la gran mayoría?
Esa enorme tarea la asumió la Consejería Presidencial para Medellín, creada por el presidente César Gaviria en 1990 para enfrentar el flagelo de las violencias del narcotráfico, que desnudaba, a su vez, la miseria, el abandono y la desatención de los gobiernos de enormes sectores de la población, especialmente los jóvenes. Era el momento de No futuro, de “no nacimos pa’ semilla”.
Antes de sentarse en los escritorios de la burocracia, la líder de ese programa social, María Emma Mejía, recorrió con su equipo las comunas y escuchó a los jóvenes. Muy pronto, organizaciones culturales y sociales, programas, parques, canchas y salones comunales de la ciudad empezaron a nacer o a reactivarse, contribuyendo a la reconstrucción del tejido social y la unión en los territorios en que solo se hablaba de Pablo Escobar, la violencia, el dinero fácil y los carros bomba. Los jóvenes no pedían dinero, sino apoyo para sus grupos de teatro, danza y equipos deportivos; clamaban por un lugar desde el que pudieran expresarse, contarle al mundo que existían y que no solo eran sicarios; que tenían necesidades, pero también sueños.
Y todo eso se hizo arte.
También en esta época, como estrategia de construcción de comunidad y, sobre todo, de reconocimiento de la riqueza de la diversidad, muchos ciudadanos tuvimos la oportunidad de pensar y proponer una Medellín en la que cupiéramos todos, durante los seminarios Alternativas y Estrategias de Futuro para Medellín y el Área Metropolitana. En ese espacio, que duró años, pudimos construir y mantener mesas sectoriales con el gobierno, empresarios, organizaciones sociales y comunitarias y jóvenes de la ciudad para acompañar el diseño de programas y políticas públicas.
El aprendizaje que dejó esa experiencia nos permitió pasar “del miedo a la esperanza”. No puedo decir que caló en todos los gobiernos locales con el mismo nivel de comprensión y decisión, pero sí dejó una huella en la mayoría. Lo más importante fue, precisamente, comprender que el arte y la cultura no son espacios y proyectos del privilegio, o de las bellas artes exclusivamente, sino un lugar desde el que todos pueden pensarse y representarse, y que tiene un espacio en la narrativa de la ciudad. El arte, entendimos, construye comunidad, y por lo tanto nos hace mejores ciudadanos.
¿Qué sería hoy de Medellín sin los cientos de proyectos culturales que forman a niños y jóvenes en valores como la corresponsabilidad; que les abren un espacio de esperanza y dignidad; y que los enriquecen? En muchos casos, esos proyectos y programas culturales de carácter social les han permitido a los jóvenes replantear sus vidas, abrazar valores artísticos y reconocer su coraje; el haber sido capaces de florecer en medio del desierto.
Hoy, la pandemia nos enseña que la esperanza se hace arte para acompañarnos. Durante el confinamiento, los artistas nos han invitado a mantenernos unidos, a soñar con otro mundo posible después del encierro. Y en medio de la incertidumbre y la espera, los museos, los teatros, las orquestas y otras plataformas culturales se han abierto para entregarnos un espacio de reencantamiento.
Con esta digresión quiero decir que aquí hay una memoria: hay un viejo saber de los movimientos y organizaciones culturales y artísticas que han puesto su corazón para salvarnos del materialismo, el pragmatismo y la exclusión que ha caracterizado por años a la cultura paisa. Somos muchos los que hemos dado nuestras vidas para que Medellín y Antioquia le concedan un lugar a lo que es bello y bueno, y no solo a lo que es útil o rentable.
Lamentablemente todavía no podemos decir que Medellín está libre de exclusiones y violencias, ni de la cultura del todo vale. Hay cosas agazapadas en nosotros, una naturalización de los órdenes violentos, una economía que aún vive de lo ilegal. Por eso también el Museo Casa de la Memoria de Medellín, el primero en Colombia, tiene una misión estratégica en el proceso de reconocimiento de lo que somos, en la tarea de revisar qué nos hace tan violentos y en el propósito de lograr la reconciliación. En ese lugar se muestra la cultura de la violencia para redimirnos, porque también para eso es la memoria.
El camino es largo, pero me niego a pensar que los aprendizajes de hace unas décadas se han perdido o banalizado. No podemos seguir pensando que hay modernismos sin modernidad, ni tecnología sin corazón y sin comunidad. El Plan de desarrollo de Medellín debe poner en el centro la pregunta por la cultura y el reconocimiento del valor inmenso del arte.
Espero que este ruego sea escuchado.
LUCÍA GONZÁLEZ DUQUE
Comisionada de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición