Asesinato de líderes: matar la memoria y el espíritu

Las comunidades indígenas, junto con las afrodescendientes, han sido las más violentadas por el conflicto armado, según investigadores del Grupo de Memoria Histórica. En las últimas tres décadas han sido asesinados aproximadamente trescientos líderes tan solo en las zonas rurales de Antioquia.

Por: 
Yeison Camilo García - De la Urbe

Cuando asesinaron al líder indígena José Elías Suárez, a los comuneros del resguardo El Volao les cortaron su raíz principal, la que más profundo llegaba para nutrirse del acumulado histórico y espiritual de un pueblo ancestral. Todos se sintieron como retoños de un árbol propenso a caer.

José Elías era descendiente del pueblo senú, asentado en el resguardo de San Andrés de Sotavento (Córdoba). Como algunos de sus hermanos, atropellados por españoles durante la conquista y posteriormente despojados por terratenientes, había arribado a Urabá (Antioquia) en búsqueda de tierras fértiles para construir su hogar. Con el paso de los años se estableció en Necoclí, donde promovió la creación del primer cabildo en su resguardo.

Aida Suárez Santos, maestra y presidenta de la Organización Indígena de Antioquia (OIA), recuerda a José Elías como un hombre carismático, humilde y con una sabiduría tan vasta que llegó a ser el primer gobernador mayor de El Volao en septiembre de 1984. Fiel a su propósito de formar un pueblo, gestionó recursos para comprar el terreno donde se construyeron la escuela y el cabildo. Para ese momento, ya había viajado a San Andrés de Sotavento con la intención de adquirir formación política. Allá conoció las leyes que favorecían a su comunidad y la estructura del cabildo como figura de autoridad propia. Y en 1987, tras varios años de trasegar en el movimiento indígena, se vinculó a la junta directiva de la OIA como representante senú y asumió, hasta el día de su muerte, las consignas por la unidad, el territorio, la cultura y la autonomía.

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Guzmán Cáisamo Isarama es indígena del pueblo emberá dobida y coordinador del Programa de Educación y Cultura de la OIA. Según Guzmán, los líderes de la calidad de José Elías se han apropiado de un discurso y una visión política que les ha permitido incidir adentro y afuera de sus comunidades. Adentro, orientan a sus compañeros en la preservación de los saberes y prácticas ancestrales, y afuera interactúan con instituciones estatales para reclamar sus derechos.

De ese modo, han tenido históricamente la función de ejercer el gobierno propio, tomando decisiones político-administrativas sobre el territorio y las comunidades. Son ellos quienes orientan a sus pueblos sobre el aprovechamiento equilibrado de los recursos naturales, la disposición de los espacios para cultivar alimentos y criar animales domésticos, y los comportamientos que deben tener en los lugares donde se ejercen las costumbres y creencias ancestrales.

También tienen la misión de participar en la construcción del proyecto educativo junto con los mayores expertos en historia, botánica, cultura, desde la perspectiva de las cosmogonías y el pensamiento propios. Y, luego, son los responsables de vigilar que ese proyecto, basado en el principio según el cual la comunidad es aula y educa, se integre a los lineamientos del Ministerio de Educación Nacional. Los líderes deben procurar que las lenguas nativas se hablen —vehículo de transmisión oral— y se escriban —transcripción de las historias y mitos fundacionales con los alfabetos originarios—, porque esa es la forma más acertada de conservar la identidad. Sin embargo, sus lenguas todavía aparecen como optativas en los currículos que define el MEN.

Como es sabido, tienen conocimientos sobre el uso de medicina tradicional para curar la salud física o espiritual de los miembros de sus comunidades. Son además de conocedores de las plantas y extractos naturales que pueden preparase como remedios, responsables de transmitirles esos saberes a las nuevas generaciones.

Cuando los actores armados asesinan a esos dirigentes indígenas, concluye Guzmán, también cortan de raíz sus espíritus guerreros, sus memorias ancestrales y sus acumulados de conocimientos político-administrativos. Y después del asesinato de esos líderes —que no son más que uno o dos por comunidad, debido al costo y tiempo que implica su formación—, el temor y la desconfianza velan ese rol que ya nadie más quiere ocupar.

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Dioselina Suárez Ciprián y sus hermanos estaban arreando unos burros cuando vieron que hombres armados retenían a su padre. Ese miércoles 15 de marzo de 1995, guerrilleros del Ejército Popular de Liberación, bajo el mando de alias “Boca e’ tula”, amarraron al gobernador indígena a un árbol y le propinaron un disparo y varios machetazos en las afueras del resguardo. Después, entraron a El Volao y dijeron que lo habían ajusticiado porque tenía vínculos con grupos paramilitares.

Aida estaba enseñando en la escuela cuando se enteró. Al principio, guardó la esperanza de que estuviera vivo; confió en que una persona tan sabia no se dejaría matar. Pero al final, se convenció. Para los comuneros, su muerte generó una tristeza y un desasosiego profundos. Todo el pueblo entró en luto; algunos huyeron, otros acompañaron el cuerpo que permaneció tres días junto a un altar.

Al día siguiente del asesinato, varias familias empezaron abandonar sus hogares: dejaron gallinas, patos, carneros, y cultivos de arroz y maíz. Todos en El Volao comprendieron su fragilidad: si estaba muerto José Elías, el árbol que los protegía, estaban desamparados.

Trascurrieron meses antes de que algunas de las trescientas familias retornaran al resguardo, luego de llegar a acuerdos con el Gobierno y los grupos armados. Hubo quienes nunca regresaron, y su ausencia todavía se nota. La vida en la comunidad no volvió a ser igual y los procesos organizativos que lideraba el gobernador se extinguieron o se truncaron por mucho tiempo.

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Richard Sierra es indígena del pueblo senú y coordinador del Programa de Territorio de la OIA. Esta organización construyó una base de datos “cuentamuertos”, que incluye un registro parcial de los líderes indígenas asesinados por su labor comunitaria en los ámbitos local, zonal y regional. Allí aparecen, solo en las subregiones y anotando a José Elías Suárez, 250 asesinatos entre 1985 y 2011.

Ese dato, explica Sierra, ha ido creciendo hasta llegar a aproximadamente trescientos asesinatos de líderes que, con o sin cargo definido dentro de la estructura de su cabildo o resguardo, convocaban a sus comunidades y gestionaban procesos. No obstante, esa cifra abarca no más que los casos denunciados públicamente. No existe un registro juicioso realizado por el Estado.

Según esa base de datos, en las últimas tres décadas hubo dos momentos en los cuales se exacerbó el asesinato de líderes indígenas: mediados de los noventa, cuando el paramilitarismo intensificó su accionar para conseguir el control territorial en Urabá, y el periodo 2006-2011, años en los que se presentaron confrontaciones entre las bandas criminales que aparecieron luego de la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia en el Bajo Cauca.

En términos generales, las violaciones a los derechos humanos de las comunidades indígenas antioqueñas se han presentado mayormente en Urabá, Bajo Cauca y Occidente, afectando sobre todo a los dos pueblos más numerosos: el emberá eyabida y el senú. En sus territorios han sido cometidos asesinatos, desapariciones y desplazamientos forzados.

A mediados de mayo pasado, la OIA identificó en un mapa de Antioquia la ubicación de las comunidades indígenas y los actores que representan amenazas en los territorios. El resultado ratificó que en esas tres regiones convergen los factores que representan riesgos para líderes y comuneros: las bandas criminales (“bacrim”), las guerrillas, el narcotráfico (cultivo de coca) y la minería ilegal y por proyectos de concesión. Esos riesgos tienden a aumentar con las negociaciones que se desarrollan entre el Gobierno y las FARC en La Habana. Desde finales de 2015 y principios de 2016 han aumentado los asesinatos de líderes sociales, entre ellos líderes indígenas de los departamentos de Cauca y Norte de Santander que apoyan la firma de un acuerdo de paz.

Aunque el Gobierno insiste en que el paramilitarismo fue desarticulado, los asesinatos han sido adjudicados a nuevas formas de esa organización de esos grupos armados ilegales, denominadas “bacrim”, que actualmente están intentando retomar el control territorial en las regiones donde históricamente han sido más victimizadas las comunidades indígenas.

Informe publicado en la edición 79 de De la Urbe